Hoy en día no
faltan adjetivos para calificar la crisis: financiera, económica,
productiva, social, ecológica, climática, energética, alimentaria,
democrática, institucional, ética, existencial, etc… Lo cierto es que
estamos viviendo una época de crisis múltiples que se superponen las
unas a las otras y se refuerzan mutuamente. Hasta tal punto que hablamos
de una crisis sistémica, es decir que afecta al conjunto del sistema
socio-económico vigente, e incluso una crisis de valores y de
civilización.
Florent Marcellesi
En otras palabras ¿estaríamos llegando al final
de la sociedad moderna emergida de la revolución industrial? En caso
afirmativo, ¿qué futuro nos espera ante este éxodo fuera de la sociedad
industrial y qué propuestas para iniciar esta transición hacia otro
mundo posible y deseable?
Para responder a estas preguntas cortas pero
altamente complejas, intentemos clarificar en grandes categorías las
crisis estructurales más importantes que subyacen debajo de la crisis
económica nacida en el 2008. Detrás de las crisis financieras y
especulativas, siempre se encuentran crisis más profundas que tocan lo
que solemos llamar la economía real (también llamada economía
productiva) y la economía real-real, es decir la de los flujos de
materias y energía (que depende por una parte de factores económicos y
por otra parte de los límites ecológicos del planeta). Esta distinción
nos permite diferenciar dos crisis fundamentales estrechamente
relacionadas: la crisis social y la crisis ecológica.
La crisis social es ante todo, como en la crisis de
1930, una crisis de distribución: una desigualdad abismal entre salarios
más bajos y más altos (tanto en un mismo país como entre países del
Norte y países del Sur), una remuneración cada vez más alta para las
rentas del capital —principalmente la parte correspondiente a los
accionistas— en detrimento de las rentas del trabajo, tasas de paro y de
pobreza estructurales insoportables (más de 20% para ambas en España,
millones de personas precarias), etc.. Esta crisis social se ve
atravesada además por la crisis de los cuidados, es decir el desigual
reparto del trabajo doméstico y de cuidados (de niño/as, anciano/as u
otras personas dependientes) entre mujeres y hombres. Asimismo en
España, si sumamos el trabajo remunerado y no remunerado que efectúan
las mujeres, ellas trabajan diariamente casi una hora más que los
hombres.
La crisis ecológica es por su parte principalmente
una crisis de escasez: escasez de materias primas y de energía para
mantener el ritmo de la economía actual, y aún menos extenderlo a los
países del Sur. El modo de producción y de consumo impulsado por el
Norte no tiene en cuenta los límites físicos del planeta como lo deja
patente la huella ecológica: si todas las personas de este mundo
consumieran como lo/as españoles, necesitaríamos tres planetas. Mientras
tanto, la humanidad ya supera en un 50% su capacidad de regenerar los
recursos naturales que utilizamos y asimilar los residuos que
desechamos. Es interesante constatar que, además de lo que teorizaba
gran parte del movimiento ecologista en sus inicios, esta crisis
ecológica no solo compromete de manera decisiva a las generaciones
futuras sino que nos afecta ahora directamente a las generaciones
presentes. De hecho, la crisis de las subprimes que desencadenó
la crisis financiera global viene directamente de la insolvencia de
personas incapaces de hacer frente a la vez a sus hipotecas y a la
subida de precios de la energía y de la alimentación. O de igual manera
que las revueltas del hambre de 1848, uno de los detonantes de las
primaveras árabes es el aumento de los precios alimentarios debido a un
conjunto de factores ecológicos (malas cosechas en los países
productores de trigo debidas al cambio climático, presión sobre los
precios del petróleo), socio-económicos (mal reparto de la producción
agrícola local o importada y economía de la exportación en detrimento de
la soberanía alimentaria) y especulativos.
De forma transversal a estas dos crisis, se suma una
crisis democrática y ética: la incapacidad del sistema político actual,
muy permeable a la corrupción, a responder por un lado a las
expectativas siempre más crecientes de una participación real (véase el
movimiento 15-M) y por otro lado al imperativo ecológico.
Salir de estas crisis no es tarea fácil, aunque
tampoco existe fatalidad. Como lo prueba el caso islandés que decidió
plantar cara a la socialización de deudas ilegítimas contratadas por una
minoría, cualquier sociedad tiene entre sus manos la posibilidad de
luchar por un futuro diferente. Esta lucha en las instituciones y en la
calle es imprescindible primero para evitar varios escenarios posibles,
pero no deseables, de salida de un modelo insostenible. Primero, el
ecofascismo, es decir el reparto autoritario, violento y excluyente de
las riquezas sociales y ecológicas, es una posibilidad por desgracia
real como lo prueba no solo la historia (el nazismo fue una de las
principales consecuencias de la crisis de 1930) sino también el auge
cada vez más preocupante de partidos políticos e ideas de carácter
xenófobos en toda Europa. Segundo, y aunque todavía de forma más remota,
tampoco se puede descartar el colapso, es decir el derrumbe de las
instituciones y de la organización social como ocurrió en la
civilización maya en el siglo IX o pasa hoy día en Estados fallidos como
Somalía. Por último, como principal respuesta a la crisis de las deudas
soberanas, nos encaminamos más bien en estos momentos hacia gobiernos
de corte tecnocrático que además tienen como particularidad aupar al
poder personas procedentes del mundo banquero que provocaron directa o
indirectamente la situación actual (como es el caso de Grecia, Italia o
del Banco Central europeo).
Antes estos diferentes escenarios, también existen
otros que encasillamos como salidas civilizadas y democráticas de las
crisis sociales y ecológicas. Como principales rasgos, primero apuesta
por la democracia real y la participación social tanto como objetivo
como método para decidir entre toda la ciudadanía los esfuerzos a
realizar de forma equitativa para repartir la carga de la crisis y
plantear de cara al futuro otro modelo de sociedad ecológica y
socialmente viable. Además realiza un cuestionamiento existencial a las
sociedades modernas: ¿cómo? ¿por qué? ¿para qué estamos produciendo y
trabajando? Ante un modo de vida insostenible e injusto para las
generaciones presentes y futuras, y para los países del Sur, hay que
poner en marcha una auténtica transición ecológica de la economía:
potenciar el empleo y los sectores verdes, reducir los sectores
contaminantes y especulativos, relocalizar la economía (producir y
consumir localmente), repartir el trabajo remunerado y no remunerado,
instaurar una renta básica de ciudadanía y una renta máxima, reducir los
gastos militares, regular el sistema financiero internacional, apostar
por una banca ética, construir un modelo energético basado en el ahorro y
las energías renovables, desmantelar la lógica social del consumismo,
apostar por un modelo de territorio sostenible, promover la soberanía
alimentaria, etc..
Hoy día no faltan alternativas, ni ideas. La crisis,
como cualquier punto crítico en la Historia, es una oportunidad para
‘enredar’ todas estas propuestas y poner en marcha el cambio social y
ecológico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario